Mensaje del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas:
“Escucha la voz de la creación” es el tema y la invitación del Tiempo de la Creación de este año. El período ecuménico comienza el 1 de septiembre con la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, y termina el 4 de octubre con la fiesta de san Francisco. Es un momento especial para que todos los cristianos recemos y cuidemos juntos nuestra casa común. Inspirado originalmente por el Patriarcado ecuménico de Constantinopla, este tiempo es una oportunidad para cultivar nuestra “conversión ecológica”, una conversión alentada por san Juan Pablo II como respuesta a la “catástrofe ecológica” anunciada por san Pablo VI ya en 1970 [1].
Si aprendemos a escucharla, notamos una especie de disonancia en la voz de la creación. Por un lado, es un dulce canto que alaba a nuestro amado Creador; por otro, es un amargo grito que se queja de nuestro maltrato humano.
El dulce canto de la creación nos invita a practicar una «espiritualidad ecológica» (Carta enc. Laudato si’, 216), atenta a la presencia de Dios en el mundo natural. Es una invitación a basar nuestra espiritualidad en la «amorosa conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás seres del universo una preciosa comunión universal» ( ibíd., 220). Para los discípulos de Cristo, en particular, esa experiencia luminosa refuerza la conciencia de que «todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe» ( Jn 1,3). En este Tiempo de la Creación, volvamos a rezar en la gran catedral de la creación, disfrutando del «grandioso coro cósmico» [2] de innumerables criaturas que cantan alabanzas a Dios. Unámonos en el canto a san Francisco de Asís: «Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas» ( Cántico de las criaturas). Unámonos al canto del salmista: «Que todos los seres vivientes alaben al Señor» ( Sal 150,6).
Desgraciadamente, esa dulce canción va acompañada de un amargo grito. O más bien, por un coro de clamores amargos. En primer lugar, es la hermana madre tierra la que clama. A merced de nuestros excesos consumistas, ella gime y nos suplica que detengamos nuestros abusos y su destrucción. Son, pues, todas las criaturas las que gritan. A merced de un «antropocentrismo despótico» (Carta enc. Laudato si’, 68), en las antípodas de la centralidad de Cristo en la obra de la creación, innumerables especies se extinguen, interrumpiendo para siempre sus himnos de alabanza a Dios. Pero también son los más pobres entre nosotros los que gritan. Expuestos a la crisis climática, los pobres son los que más sufren el impacto de las sequías, las inundaciones, los huracanes y las olas de calor, que siguen siendo cada vez más intensos y frecuentes. Además, gritan nuestros hermanos y hermanas de los pueblos nativos. Debido a los intereses económicos depredadores, sus territorios ancestrales están siendo invadidos y devastados por todas partes, lanzando «un clamor que grita al cielo» (Exhort. ap. postsin. Querida Amazonia, 9). También nuestros hijos gritan. Amenazados por un egoísmo miope, los adolescentes exigen con ansiedad que los adultos hagamos todo lo posible para evitar o al menos limitar el colapso de los ecosistemas de nuestro planeta.
Al escuchar estos gritos amargos, debemos arrepentirnos y cambiar los estilos de vida y los sistemas perjudiciales. Desde el principio, la llamada evangélica «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 3,2), invitando a una nueva relación con Dios, implica también una relación diferente con los demás y con la creación. El estado de degradación de nuestra casa común merece la misma atención que otros retos globales como las graves crisis sanitarias y los conflictos bélicos. «Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana» (Carta enc. Laudato si’, 217).
Como personas de fe, sentimos además la responsabilidad de actuar, en nuestro comportamiento diario, en consonancia con esta necesidad de conversión, que no es sólo individual: «La conversión ecológica que se requiere para crear un dinamismo de cambio duradero es también una conversión comunitaria» (ibíd., 219). En esta perspectiva, la comunidad de naciones también está llamada a comprometerse, con un espíritu de máxima cooperación, especialmente en las reuniones de las Naciones Unidas dedicadas a la cuestión medioambiental.
La cumbre COP27 sobre el clima, que se celebrará en Egipto en noviembre de 2022, representa la próxima oportunidad para impulsar juntos una aplicación efectiva del Acuerdo de París. Es también por esta razón que recientemente he dispuesto que la Santa Sede, en nombre y representación del Estado de la Ciudad del Vaticano, se adhiera a la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático y al Acuerdo de París, con la esperanza de que la humanidad del siglo XXI «pueda ser recordada por haber asumido con generosidad sus graves responsabilidades» ( ibíd., 165). Alcanzar el objetivo de París de limitar el aumento de la temperatura a 1,5 °C es todo un reto y requiere la cooperación responsable de todas las naciones para presentar planes climáticos o contribuciones determinadas a nivel nacional, más ambiciosas, para reducir las emisiones netas de gases de efecto invernadero a cero con la mayor urgencia posible. Se trata de “convertir” los modelos de consumo y producción, así como los estilos de vida, en una dirección más respetuosa con la creación y con el desarrollo humano integral de todos los pueblos presentes y futuros; un desarrollo fundamentado en la responsabilidad, en la prudencia/precaución, en la solidaridad y la preocupación por los pobres y las generaciones futuras. En la base de todo debe estar la alianza entre el ser humano y el medioambiente que, para nosotros los creyentes, es un espejo del «amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos» [3]. La transición que supone esta conversión no puede dejar de lado las exigencias de la justicia, especialmente para los trabajadores más afectados por el impacto del cambio climático.
A su vez, la cumbre COP15 sobre la biodiversidad, que se celebrará en diciembre en Canadá, ofrecerá a la buena voluntad de los gobiernos una importante oportunidad para adoptar un nuevo acuerdo multilateral que detenga la destrucción de los ecosistemas y la extinción de las especies. Según la antigua sabiduría de los Jubileos, necesitamos «recordar, regresar, descansar, reparar» [4]. Para detener el ulterior colapso de la “red de vida” ―la biodiversidad― que Dios nos ha dado, recemos y hagamos un llamamiento a las naciones para que se pongan de acuerdo en cuatro principios clave: 1. construir una base ética clara para la transformación que necesitamos a fin de salvar la biodiversidad; 2. luchar contra la pérdida de biodiversidad, apoyar su conservación y recuperación, y satisfacer las necesidades de las personas de forma sostenible; 3. promover la solidaridad global, teniendo en cuenta que la biodiversidad es un bien común global que requiere un compromiso compartido; 4. poner en el centro a las personas en situación de vulnerabilidad, incluidas las más afectadas por la pérdida de biodiversidad, como los pueblos indígenas, las personas mayores y los jóvenes.
Lo repito: «Quiero pedirles en nombre de Dios a las grandes corporaciones extractivas —mineras, petroleras—, forestales, inmobiliarias, agro negocios, que dejen de destruir los bosques, humedales y montañas, dejen de contaminar los ríos y los mares, dejen de intoxicar los pueblos y los alimentos» [5].
No se puede dejar de reconocer la existencia de una «deuda ecológica» (Carta enc. Laudato si’, 51) de las naciones económicamente más ricas, que son las que más han contaminado en los dos últimos siglos; ello las obliga a tomar medidas más ambiciosas tanto en la COP27 como en la COP15. Esto implica, además de una acción decidida dentro de sus propias fronteras, mantener sus promesas de apoyo financiero y técnico a las naciones económicamente más pobres, que ya están soportando el peso de la crisis climática. Asimismo, debería considerarse urgentemente la posibilidad de conceder más ayudas financieras para la conservación de la biodiversidad. También los países menos ricos económicamente tienen responsabilidades significativas, pero “diversificadas” (cf. ibíd., 52); los retrasos de los demás nunca pueden justificar su propia inacción. Es necesario que actuemos, todos, con decisión. Estamos llegando a “un punto de quiebre” (cf. ibíd., 61).
En este Tiempo de la Creación, recemos para que las cumbres COP27 y COP15 puedan unir a la familia humana (cf. ibíd., 13) para abordar con decisión la doble crisis del clima y la reducción de la biodiversidad. Recordando la exhortación de san Pablo de alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran (cf. Rm 12,15), lloremos con el amargo grito de la creación, escuchémoslo y respondamos con hechos, para que nosotros y las generaciones futuras podamos seguir alegrándonos con el dulce canto de vida y esperanza de las criaturas.
Roma, San Juan de Letrán, 16 de julio de 2022, Memoria de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo
FRANCISCO
[1] Cf. Discurso a la F.A.O. (16 noviembre 1970).
[2] S. Juan Pablo II, Audiencia General (10 julio 2002).
[3] Discurso en el Encuentro “Fe y Ciencia: hacia la COP26” (4 octubre 2021).
[4] Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación (1 septiembre 2020).
[5] Videomensaje a los movimientos populares (16 octubre 2021).